Ahora resulta que la celebracion del bicentenario de la independencia la organizara...TELEVISA!!!
Bitácora Republicana.
Porfirio Muñoz Ledo.
24 de agosto de 2007
Unidos en la pantalla
El gobierno federal ha tomado finalmente las decisiones relativas a las celebraciones del bicentenario de nuestra Independencia. Arrancarán con varios años de retraso respecto de trabajos análogos emprendidos en otros países de América Latina y a más de uno de la expedición del decreto del Congreso que dispuso la creación de la comisión encargada de los festejos.
De toda evidencia los dirigentes panistas no han sido sensibles al legado de la historia nacional. Fueron educados para repudiar nuestra tradición revolucionaria y consideraron siempre un agravio la filosofía subyacente del libro de texto gratuito. Documentos abundan para exhibir la vesania de la derecha contra la interpretación liberal del pasado. La capucha que alguna vez colocaron sobre el rostro marmóreo de Juárez fue su más nítida realización simbólica.
No es necesario revisar la Antología de la reacción mexicana de Gastón García Cantú para ilustrar su vocación manifiesta de reescribir la historia. Textos relativamente recientes de los mentores intelectuales de Felipe Calderón hacen prueba plena. Así se entiende la incomodidad del Ejecutivo frente al aniversario. La dificultad de encontrar una cuadratura conservadora al círculo rotundo de una conmemoración progresista.
Vicente Fox fue el avestruz del bicentenario. Su única ocurrencia consistió en investir, en Palacio Nacional, a un icono desla-vado de la izquierda como coordinador de las celebraciones, pocos días antes de las elecciones del 2 de julio, con el propósito confeso de restarle votos al candidato de la coalición Por el Bien de Todos. El actual ocupante de Los Pinos ha decidido entregar a Televisa la capitanía del aniversario. Rendición vergonzosa de la República frente a la desmesura del mercantilismo.
Rebasado por la iniciativa del Gobierno del Distrito Federal de desencadenar —con una inspiración libertaria y un programa ambicioso— la remembranza de los sucesos históricos a partir de sus primeras manifestaciones democráticas, resolvió parapetarse tras un imperio mediático. La pantalla, en su triple sentido de simulación escénica, telón en que se proyectan imágenes y mampara para encubrir la realidad.
Debemos a la agudeza periodística de Jenaro Villamil las primicias del proyecto de las celebraciones oficiales, confiado a un personero de la televisión privada. Se trataría de instrumentar una suerte de reality show en el que nuestras figuras y sucesos paradigmáticos pudiesen transitar de las telenovelas azucaradas a los documentales maquillados, sin obviar las caricaturas vernáculas y la asociación subliminal —al estilo del antiguo régimen— de los héroes nacionales con los gobernantes en turno.
Se ha escogido para la empresa nada menos que a los responsables del Teletón: expertos en la recaudación de fondos para discapacitados físicos ahora designados para manejarnos como discapacitados mentales. El objetivo es obvio y la metodología elemental. Mover las fibras sentimentales de una identidad extraviada para legitimar a un gobierno que no surgió de la voluntad popular ni merece el consenso de los ciudadanos.
El propósito es proyectar la visión de un “México unido” y “cercano a la prosperidad”. En una fraseología pomposa, réplica inconsciente o deliberada de las pautas mesiánicas de la propaganda nazi, se afirma: “Es tiempo de hacer brillar a México y verlo fuerte y ganador”; “es tiempo de que el mundo entero se maraville con nuestro pasado, pero sobre todo se asombre con nuestro presente”. Para rematar en redundancia pueril: “Es tiempo de festejar, porque viene el mejor de los tiempos”.
La separación de “los sueños” con la realidad está fundada en la exaltación de lo abstracto. No es en este caso el mandato imperioso de la raza, sino el “lustre del alma mexicana”. Se sugiere sin tapujos el “correcto aprovechamiento del episodio” para “convertirlo en un parteaguas” que “permita a la nación fortalecer su destino”. En los pasajes sustantivos del documento asoma un burdo proyecto de cambio de oriente ideológico, motorizado por el poder del dinero y la manipulación de las conciencias.
El capítulo más revelador está dedicado a las “sinergias” que habrán de sustentar el ejercicio: un compendio de organismos empresariales casi idéntico a la nómina de los promotores de la “guerra sucia” que distorsionaron el sentido del sufragio y entronizaron a la derecha en su poder precario. La abdicación, apenas encubierta, de las instituciones públicas en favor de corporaciones y sectas que administrarían los esplendores del pasado en su propio beneficio.
Dentro de ese designio, la escenografía del 1 de septiembre ha sido ya prefabricada por los comunicadores del nuevo régimen. Los contestatarios serían los “enemigos del orden” y los adversarios irracionales del “destino” anunciado. Pagarían en las urnas sus excesos físicos y verbales. La docilidad de las oposiciones sería en cambio premiada con un certificado de modernidad y un pasaporte seguro para acceder a los espacios marginales de la “reconstrucción nacional”.
He ahí que el núcleo mismo del debate ideológico y de la misión del Congreso sea el rescate de la República frente a los poderes fácticos y el triunfo de la vasta trama de las aspiraciones sociales sobre la soberbia mediática. La esencia de la reforma del Estado es la eliminación de la potestad del dinero sobre los procesos políticos, la regulación constitucional de la radio y la televisión y la abolición de las corruptelas que han propiciado el secuestro monopólico de nuestras capacidades productivas.
No olvidar que conmemoramos también el centenario de la Revolución Mexicana. Hace justo un siglo emergieron las protestas sociales y los programas transformadores que terminaron derrocando a la dictadura. El México bronco está ahí, vigente y acrecido, dispuesto a desafiar los oropeles glorificantes de la opresión. Nada más cierto que el menosprecio de la historia conduce a su repetición.
En contraposición con los fastos del centenario porfirista, Octavio Paz habló de la “fiesta de las balas”. ¿Cuál es ahora la que nos espera?