domingo, 30 de noviembre de 2008

SEAN PENN ENTREVISTA A CAHVEZ Y A RAUL CASTRO MUY INTERESANTE

Conversaciones con Chávez y Castro

Sean Penn
The Nation


Traducido para Rebelión por Germán Leyens y Manuel Talens

Joe Biden, quien pronto iba a ser el vicepresidente electo de mi país,
alentaba a las tropas: “No podemos seguir dependiendo de Arabia Saudí
o de un dictador venezolano para la energía”. Bueno, yo sé muy bien lo
que es Arabia Saudí. Pero como en 2006 estuve en Venezuela visitando
ranchitos, mezclándome con la acaudalada oposición y pasando días y
horas entre los seguidores del presidente, me pregunté –sin
preguntármelo– a quién se estaría refiriendo el senador Biden.
Hugo Chávez Frías es el presidente democráticamente elegido de
Venezuela, y cuando digo democráticamente quiero decir que se ha
presentado una y otra vez ante los votantes en elecciones avaladas por
observadores internacionales y ha logrado grandes mayorías en un
sistema que, a pesar de sus defectos e irregularidades, ha dado a sus
oponentes la oportunidad de que lo derroten y ocupen su cargo, tanto
en un referéndum nacional el año pasado como en las recientes
elecciones regionales de noviembre.

En cambio las palabras de Biden representaban la clase de retórica que
nos metió hace muy poco en una costosa guerra en la que se pierden
vidas y dinero, en una guerra que si bien derrocó a un pendejo en
Iraq, también ha derrocado los principios más dinámicos sobre los
cuales se fundó Estados Unidos, ha reforzado el reclutamiento de Al
Qaeda y ha conducido a la deconstrucción de las fuerzas armadas
estadounidenses.

A estas alturas, el pasado mes de octubre de 2008 ya había digerido
mis anteriores visitas a Venezuela y Cuba y el tiempo que pasé con
Chávez y Fidel Castro. Soy cada vez más intolerante con la propaganda.
Incluso si el propio Chávez tiene tendencia a la retórica, nunca ha
sido el causante de una guerra. Así que decidí hacerle otra visita con
la esperanza de desmitificar a ese “dictador”. Para entonces ya había
llegado a comentar con mis amigos en privado: “Es verdad, puede que
Chávez no sea un hombre bueno, pero también es posible que sea un gran
hombre”.

Entre las personas a quienes dije esto se encontraban el historiador
Douglas Brinkley y Christopher Hitchens, el columnista de Vanity Fair.
Los dos eran complementos perfectos. Brinkley es un pensador muy
estable, cuyo código ético de historiador garantiza su adhesión a
pruebas insuperablemente razonadas. Hitchens, un astuto artesano de la
palabra siempre demasiado imprevisible en sus preferencias, es un
valor seguro desde cualquier punto de vista, que una vez en una
tertulia televisiva calificó a Chávez de “payaso rico en petróleo”.
Aunque Hitchens es igual de íntegro que brillante, puede ser combativo
hasta la intimidación, como lo demostró una vez con sus duros
comentarios sobre Cindy Sheehan, la santa activista contra la guerra.
Brinkley e Hitchens equilibrarían cualquier sesgo que percibieran en
mi escritura, además de ser un par de tipos con quienes me lo paso muy
bien y a quienes quiero mucho.

De modo que llamé a Fernando Sulichin, un viejo amigo y productor de
cine independiente de Argentina con buenas conexiones y le pedí que
los hiciera investigar y obtuviese el visto bueno para entrevistar a
Chávez. Además, queríamos volar desde Venezuela a La Habana, así que
le pedí a Fernando que solicitara entrevistas por cuenta nuestra con
los hermanos Castro, la más urgente con Raúl, quien en febrero había
tomado las riendas del poder de manos de un Fidel enfermo y nunca
había otorgado una entrevista a un extranjero. Yo había viajado a Cuba
en 2005, cuando tuve la fortuna de encontrarme con Fidel, y estaba
ansioso por hacerle una entrevista al nuevo presidente. El teléfono
sonó a las 2 de la tarde del día siguiente.

–Mi hermano –dijo Fernando–, lo logré.

Nuestro vuelo de Houston a Caracas se retrasó por problemas mecánicos.
Era la 1 de la madrugada, y mientras esperábamos, Hitchens daba
vueltas impaciente de un lado para otro.

–Los problemas casi nunca vienen solos –dijo.

Debió gustarle cómo sonó, porque volvió a decirlo. Era el pesimista de
Dios. Le dije:

–Hitch, va a salir bien. Nos van a conseguir otro avión y llegaremos a
tiempo.

Pero el pesimista de Dios es en realidad el pesimista ateo de Dios. Y
yo no tardaría en ser testigo de la claridad de su ateísmo. De hecho,
hubo otro problema. Bueno, salió bien y mal, como se verá. Despegamos
dos horas después.

Cuando aterrizamos en el aeropuerto de Caracas, Fernando estaba allí
para recibirnos. Nos condujo a una terminal privada, donde esperamos
la llegada del presidente Chávez, quien nos llevó con él de gira
electoral a la maravillosa Isla Margarita en plena campaña para las
elecciones a gobernador.

Pasamos los dos días siguientes en la constante compañía de Chávez,
con muchas horas de reuniones a solas entre los cuatro. En las
dependencias privadas del avión presidencial descubrí que cuando
Chávez habla de béisbol su dominio del inglés sube de grado. Cuando
Douglas le pregunta si habría que abolir la Doctrina Monroe, Chávez
–que quiere escoger cuidadosamente sus palabras– regresa al español
para explicar los matices de su posición contra dicha doctrina, que ha
justificado la intervención estadounidense en Latinoamérica durante
casi dos siglos.

–Hay que romper la Doctrina Monroe –dice–. Hemos tenido que aguantarla
durante más de doscientos años. Siempre vuelve al viejo enfrentamiento
de Monroe con Bolívar. Jefferson solía decir que Estados Unidos
debería tragarse una tras otra las repúblicas del sur. El país en el
que nacisteis se basó en una actitud imperialista.

Los servicios venezolanos de inteligencia le dicen que el Pentágono
tiene planes para invadir su país.

–Sé que están pensando en invadir Venezuela –dice. Parece que ve el
fin de la Doctrina Monroe como una medida de su destino–. Nadie podrá
volver aquí para exportar nuestros recursos naturales.

¿Le preocupa la reacción de Estados Unidos a sus atrevidas
declaraciones sobre la Doctrina Monroe? Cita a José Gervasio Artigas,
el luchador uruguayo por la libertad:

–Con la verdad no ofendo ni temo.

Hitchens está sentado en silencio, tomando notas durante toda la
conversación. Chávez reconoce un brillo escéptico en sus ojos.

–CRÍS-a-fer, hazme una pregunta. Hazme la pregunta más difícil.

Ambos comparten una sonrisa. Hitchens le pregunta:

–¿Cuál es la diferencia entre usted y Fidel?”

Chávez dice:

–Fidel es comunista, yo no. Yo soy socialdemócrata. Fidel es
marxista-leninista. Yo no. Fidel es ateo. Yo no. Un día discutimos
sobre Dios y Cristo. Le dije a Castro: “Yo soy cristiano. Creo en los
Evangelios Sociales de Cristo". Él no. Simplemente no cree. Más de una
vez Castro me ha dicho que Venezuela no es Cuba, que no estamos en los
años sesenta.

–Ya ve –dice Chávez–. Venezuela tiene que tener un socialismo
democrático. Castro ha sido un profesor para mí. Un maestro. No en
ideología, sino en estrategia.

Tal vez irónicamente, John F. Kennedy es el presidente de Estados
Unidos favorito de Chávez.

–Yo era un muchacho –dice-. Kennedy era la fuerza impulsora de la
reforma en Estados Unidos.

Sorprendido por la afinidad de Chávez por Kennedy, Hitch se suma a la
conversación y menciona el plan económico de Kennedy para
Latinoamérica, contrario a Cuba.

–¿Fue algo bueno la Alianza para el Progreso?

–Sí –dice Chávez–. La Alianza para el Progreso fue una propuesta
política para mejorar las condiciones. Apuntaba a reducir la
diferencia social entre culturas.

La conversación entre los cuatro continuó en autobuses, en mítines y
en inauguraciones en toda Isla Margarita. Chávez es incansable. Se
dirige a cada nuevo grupo durante horas bajo un sol ardiente. Duerme
como máximo cuatro horas por la noche y pasa la primera hora de la
mañana leyendo noticias del mundo. Y una vez que está en pie, es
incontenible a pesar del calor, de la humedad y de las dos capas de
camisetas rojas revolucionarias que lleva puestas.

Tres eran mis motivaciones primordiales para este viaje: incluir las
voces de Brinkley e Hitchens, profundizar mi conocimiento de Chávez y
de Venezuela y ejercitar mi mano de escritor, así como recabar la
ayuda de Chávez para que convenciese a los hermanos Castro de que nos
recibieran a los tres en La Habana. Aunque Fernando me había dicho que
la tercera parte del puzzle estaba aprobada y confirmada, en algún
lugar de nuestros intercambios culturales, lingüísticos y telefónicos
había habido un malentendido. Mientras tanto, CBS News estaba
esperando un informe de Brinkley, Vanity Fair uno de Hitchens y yo
escribía por cuenta de The Nation.

Al cabo de tres días en Venezuela le dimos las gracias al presidente
Chávez por el tiempo que nos había dedicado, los cuatro allí parados
entre el personal de seguridad y la prensa en el Aeropuerto Santiago
Marino de Isla Margarita. Brinkley tenía una última pregunta que
hacerle, y yo también.

–Señor presidente –le dijo-, si Barack Obama sale elegido presidente
de Estados Unidos, ¿aceptaría usted una invitación para volar a
Washington y reunirse con él?

Chávez dijo sin dudarlo:

–Sí.

Cuando me tocó a mí, le dije:

–Señor presidente, para nosotros es importante que nos reciban los
Castro. Es imposible contar la historia de Venezuela sin incluir a
Cuba y es imposible contar la historia de Cuba sin los Castro.

Chávez nos prometió que llamaría al presidente Raúl Castro en cuanto
estuviera en su avión y que se lo pediría en nuestro nombre, pero nos
advirtió que era poco probable que Fidel, el hermano mayor, pudiera
responder tan rápido, ya que ahora está escribiendo y reflexionando
mucho, no viendo a mucha gente. Tampoco podía hacer promesa alguna con
respecto a Raúl. Chávez subió a su avión y vimos cómo partía.

A la mañana siguiente volamos a La Habana. Lo diré todo: el Ministerio
del Poder Popular para la Energía y Petróleo de Venezuela nos prestó
un avión. Si alguien quiere referirse a eso como un soborno, que haga
lo que quiera. Pero cuando lea el próximo informe de un periodista que
viaja en el Air Force One o que sube a bordo de un avión de transporte
militar de Estados Unidos, que por favor repudie también ese artículo.
Apreciamos el lujo de aquel viaje, pero eso no ha influenciado el
contenido de nuestros reportajes.

“Son muy pocas las veces que los problemas vienen solos”

Yo estaba arriesgando mucho. El hecho de subir al avión hacia La
Habana sin tener garantía alguna de que iba a ver a Raúl Castro me
llenaba de ansiedad. Christopher había cancelado a última hora varios
compromisos de conferencias importantes para hacer el viaje. No
acostumbra a dejar colgada a la gente. De modo que, para él, era lo
tomas o lo dejas y se estaba poniendo nervioso. Douglas, profesor de
Historia en la Universidad Rice, tenía que volver de forma inminente a
sus obligaciones académicas. Fernando sentía el peso de que
esperásemos de él que fuera nuestro ariete. Y yo, bueno, contaba con
la llamada de Chávez a Castro, tanto para obtener la entrevista como
para salvar mi culo ante mis compañeros.

Aterrizamos en La Habana cerca del mediodía y en la pista de
aterrizaje nos recibieron Omar González Jiménez, presidente del ICAIC
(Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficos), y Luis
Alberto Notario, jefe del ala de coproducción internacional del
Instituto. Había estado con ambos durante mi anterior viaje a Cuba.
Comenzamos a hablar de cosas personales de camino a la oficina de
aduana, hasta que Hitch se adelantó y, sin vergüenza alguna, le exigió
a Omar:

–Señor, ¡tenemos que ver al presidente!

–Sí –respondió Omar–. Estamos informados de su solicitud y hemos
informado al presidente. Estamos todavía esperando su respuesta.

Durante el resto de ese día y hasta la tarde siguiente torturamos a
nuestros anfitriones con un incesante son de tambor: Raúl, Raúl, Raúl.
Supuse que si Fidel estaba en condiciones y podía encontrar el tiempo
necesario, llamaría. Y si no, yo seguiría agradecido por nuestro
encuentro anterior y se lo dije en una nota que le envié a través de
Omar. De Raúl sólo sabía por lo que había leído y no tenía la menor
idea de si nos vería o no.

Los cubanos son gente particularmente calurosa y hospitalaria.
Mientras nuestros anfitriones nos llevaban por la ciudad, me di cuenta
de que la cantidad de coches estadounidenses de los años cincuenta
había disminuido incluso en los pocos años que habían pasado desde mi
último viaje, para ser reemplazados por coches rusos más pequeños. Al
pasar rápidamente por el Malecón ante la Sección de Intereses de
Estados Unidos –de agresivo aspecto– donde las olas que se rompen
contra la orilla salpican a los coches de pasada, noté algo casi
indescriptible de la atmósfera en Cuba: la presencia palpable de una
historia arquitectónica y humana en un pequeño trozo de tierra rodeado
de agua. Incluso el visitante siente el espíritu de una cultura que
proclama de diversas maneras, “Éste es nuestro sitio especial”.

Serpenteamos a través de La Habana Vieja, y en una exposición
revestida de vidrio que hay frente al Museo de la Revolución vimos el
Granma, el barco que transportó a los revolucionarios cubanos desde
México en 1956. Continuamos hacia el Palacio de Bellas Artes, con su
colección de muestras apasionadas y políticas, que es un corte
transversal de la profunda reserva de talento de Cuba. Luego visitamos
el Instituto Superior de Artes y después fuimos a cenar con el
presidente de la Asamblea Nacional, Ricardo Alarcón, y Roberto Fabelo,
un pintor al que invitaron al saber que yo había expresado aquella
tarde mi aprecio por su obra durante la visita al museo. A medianoche
aún no había noticias de Raúl Castro. Después, nos llevaron a la casa
del protocolo, donde descansamos hasta el alba.

A mediodía del día siguiente, el reloj sonaba con machaconería en
nuestros oídos. Nos quedaban dieciséis horas en La Habana antes de que
tuviéramos que ir al aeropuerto para tomar nuestros vuelos de regreso.
Estábamos sentados alrededor de una mesa en La Castellana, un lujoso
bodegón de La Habana Vieja, con un gran grupo de artistas y músicos
que, dirigidos por el reputado pintor cubano Kcho, habían establecido
la Brigada Marta Machado, una organización de voluntarios que ayuda a
las víctimas de los huracanes Ike y Gustav en la Isla de la Juventud.
La brigada tiene pleno apoyo de dinero, aviones y personal del
gobierno, algo que habría sido la envidia de nuestros voluntarios en
la Costa del Golfo después del huracán Katrina. También se juntó con
nosotros para el almuerzo Antonio Castro Soto del Valle, un apuesto
joven de carácter modesto, de 39 años, que es hijo de Fidel. Antonio,
que estudió Medicina, es el médico del equipo nacional de béisbol de
Cuba. Tuve una breve pero agradable charla con él y volví a repetirle
nuestro deseo de ver a Raúl.

El reloj ya no sonaba, aporreaba. Omar me dijo que dentro de muy poco
conoceríamos la decisión del presidente. Con los dedos cruzados,
Douglas, Hitch, Fernando y yo volvimos a la casa del protocolo para
hacer nuestras maletas de antemano. A las 6 de la tarde nos quedaban
diez horas. Yo estaba sentado abajo, en la sala de estar, leyendo bajo
la brumosa luz del ocaso vespertino. Hitch y Douglas estaban arriba en
sus habitaciones, supongo que durmiendo la siesta para vencer la
ansiedad. Y en el sofá, a mi lado, Fernando roncaba.

Entonces apareció Luis ante nuestra puerta de entrada, que estaba
abierta. Lo miré por encima de mis gafas mientras me hacía un gesto
muy directo. Sin palabras, señalé con el dedo hacia la parte de arriba
de las escaleras, donde estaban acostados mis compañeros. Pero Luis
meneó la cabeza como si se estuviese disculpando.

–Sólo usted –dijo.

El presidente había tomado su decisión.

Pude escuchar en mis oídos el eco de las dudas de Hitch, “son muy
pocas las veces que los problemas vienen solos”. ¿Se refería a mí? Et
me, Bruto? En cualquier caso, me eché la mano al bolsillo trasero para
asegurarme de que tenía mi libreta de notas venezolanas, busqué mi
pluma, agarré mis gafas y salí con Luis. Justo antes de cerrar la
portezuela del coche que nos estaba esperando, escuché la voz de
Fernando que me llamaba:

–¡Sean!

El coche arrancó.

Voy a ver al mago

En Estados Unidos el presidente cubano Raúl Castro, antiguo ministro
de Defensa de la isla, está considerado como un “frío militarista” y
un “títere” de Fidel. Pero el joven revolucionario con coleta de la
Sierra Maestra está demostrando que las serpientes se equivocan. Por
cierto, el “raulismo” está creciendo junto con un reciente auge
económico industrial y agrícola. El legado de Fidel, como el de
Chávez, dependerá de la sostenibilidad de una revolución flexible, que
pueda sobrevivir a la partida de su líder por muerte o renuncia. Fidel
ha sido subestimado una vez más por el Norte. Al elegir a su hermano
Raúl ha puesto las decisiones políticas diarias de su país en una
manos formidables. En un informe del Consejo de Asuntos Hemisféricos,
el portavoz del Departamento de Estado, John Casey, reconoció que el
raulismo podría llevar a una “mayor apertura y libertad para el pueblo
cubano”.

Muy pronto me veo sentado a una pequeña mesa lustrada en un despacho
del gobierno, con el presidente Castro y un traductor.

–Fidel me llamó hace un momento -me dice–. Quiere que lo llame después
de que hayamos hablado.

Hay un humor en la voz de Raúl que recuerda una vida de afectuosa
tolerancia por el ojo vigilante de su gran hermano.

–Quiere saber todo sobre lo que hablamos –dice con risita de sabio–.
Nunca me gustó la idea de conceder entrevistas –añade–. Uno dice
muchas cosas, pero cuando se publican aparecen recortadas,
condensadas. Las ideas pierden su significado. Me han dicho que sus
películas son largas. Quién sabe si su periodismo será largo también.

Le prometo que escribiré lo más rápido posible y que imprimiré todo lo
que escriba. Me dice que ha prometido informalmente a otros su primera
entrevista como presidente y, como no quiere multiplicar lo que podría
ser interpretado como un insulto, me ha escogido a mí solo, sin mis
compañeros.

Castro y yo compartimos sendas tazas de té.

–Hoy hace cuarenta y seis años, exactamente a esta hora, movilizamos
las tropas. Almeida en el Oeste, Fidel en La Habana, yo en Oriente. A
mediodía habían anunciado que en Washington el presidente Kennedy iba
a pronunciar un discurso. Fue durante la crisis de los misiles.
Preveíamos que el discurso sería una declaración de guerra. Después de
su humillación en Bahía de Cochinos, la presión de los misiles [que
según afirma Castro eran estrictamente defensivos] representaría una
gran derrota para Kennedy. Kennedy no toleraría esa derrota. Hoy
estudiamos con mucho cuidado a los candidatos en Estados Unidos,
estamos centrados en McCain y Obama. Miramos con lupa todos sus viejos
discursos. En particular los pronunciados en Florida, donde oponerse a
Cuba se ha convertido en un negocio rentable para muchos. En Cuba
tenemos sólo un partido, pero en Estados Unidos hay muy poca
diferencia. Ambos partidos son una expresión de la clase gobernante.

Dice que los miembros actuales del lobby cubano de Miami son
descendientes de la riqueza de la era de Batista o terratenientes
internacionales “que sólo pagaron centavos por su tierra” mientras
Cuba vivía bajo el dominio absoluto de Estados Unidos durante sesenta
años.

–La reforma agraria de 1959 fue el Rubicón de nuestra Revolución. Una
sentencia de muerte para nuestras relaciones con Estados Unidos.

Castro parece estudiarme mientras toma otro sorbo de té.

–En aquel momento no se discutía de socialismo ni de ningún trato de
Cuba con Rusia. Pero la suerte estaba echada.

Después de que el gobierno de Eisenhower atentó contra dos barcos con
un cargamento de armas que iban a Cuba, Fidel extendió su mano a
antiguos aliados. Dice Raúl:

–Se las pedimos a Italia. ¡No! Se las pedimos a Checoslovaquia. ¡No!
Nadie nos daba armas para defendernos, porque Eisenhower los había
presionado. Así que cuando Rusia nos las dio no tuvimos tiempo para
aprender a utilizarlas antes de que Estados Unidos nos atacase en
Bahía de Cochinos.

Se ríe y se dirige a un servicio adyacente, desapareciendo un momento
tras una pared, tras lo cual vuelve de inmediato a la sala, y bromea:

–A los 77 años es culpa del té.

Bromas aparte, Castro se mueve con la agilidad de un hombre joven.
Hace ejercicio a diario, sus ojos brillan al mirar y su voz es
potente. Reanuda la conversación donde la dejó.

–Sabes, Sean, hay una famosa fotografía de Fidel de cuando la invasión
de Bahía de Cochinos. Él está parado frente a un tanque ruso. Todavía
no sabíamos ni siquiera cómo dar marcha atrás con aquellos tanques –se
ríe–. ¡La retirada no está entre nuestras opciones!

Raúl Castro se muestra cálido, abierto, lleno de energía y hace alarde
de una aguda inteligencia.

Retomo el asunto de las elecciones estadounidenses y le repito la
pregunta que Brinkley le hizo a Chávez:

–¿Aceptaría Castro una invitación a Washington para reunirse con el
presidente Obama, suponiendo que gane, sólo pocas semanas después?

Raúl Castro reflexiona:

–Es una pregunta interesante –dice, y se sume en un largo, incómodo
silencio, hasta que termina por añadir–: Estados Unidos tiene el
proceso electoral más complicado del mundo. Hay ladrones electorales
con mucha experiencia en el lobby cubano-americano de Florida…

Lo interrumpo:

–Creo que ese lobby se está deshaciendo -y con la seguridad de un
optimista a toda prueba, añado–: Obama va a ser nuestro próximo
presidente.

Castro sonríe, al parecer a causa de mi candidez, pero su sonrisa
desaparece mientras dice:

–Si no lo matan antes del 4 de noviembre será su próximo presidente.

Le señalo que todavía no ha respondido a mi pregunta sobre el
encuentro en Washington.

–Sabes –dice–, he leído las declaraciones que ha hecho Obama sobre que
mantendrá el bloqueo.

Hago un breve comentario:

–Utilizó la palabra embargo.

–Sí –dice Castro–, el bloqueo es un acto de guerra, así que los
estadounidenses prefieren hablar de embargo, una palabra que se
utiliza en documentos legales… Pero, en cualquier caso, sabemos que se
trata de lenguaje preelectoral y que también ha dicho que está
dispuesto a discutir con cualquiera.

Raúl interrumpe su propio discurso:

–Probablemente estés pensando, vaya, el hermano habla tanto como Fidel
–nos reímos los dos–. No suele ser así, pero ya sabes, Fidel… una vez
había una delegación aquí, en esta sala, de China. Varios diplomáticos
y un joven traductor. Creo que era la primera vez que el traductor
estaba con un jefe de Estado. Habían tenido un vuelo muy largo y
estaban bajo los efectos del desfase horario. Fidel, por supuesto, lo
sabía, pero siguió hablando durante horas. Pronto, a uno que estaba al
final de la mesa, justo ahí [señala una silla cercana] se le empezaron
a cerrar los ojos. Luego a otro, y a otro. Pero Fidel seguía hablando.
No pasó mucho tiempo hasta que todos, incluido el de más rango, al que
Fidel le había estado dirigiendo directamente la palabra, estaban
roncando. Así que Fidel volvió los ojos hacia el que estaba despierto,
el joven traductor, y siguió conversando con él hasta el amanecer.

A aquellas alturas de la historia, tanto Raúl como yo nos
desternillábamos de risa. Yo sólo me había reunido una vez con Fidel,
cuya mente asombrosa y cuya pasión eran un manantial de palabras. Pero
me bastó como muestra. El único que no se reía cuando Raúl Castro
retomó el hilo fue nuestro traductor.

–En mi primera declaración después de que Fidel cayera enfermo dije
que estamos dispuestos a discutir sobre nuestras relaciones con
Estados Unidos de igual a igual. Más tarde, en 2006, lo dije de nuevo
en un discurso en la Plaza de la Revolución. Los medios
estadounidenses se burlaron diciendo que yo estaba aplicando cosmética
a la dictadura.

Le ofrezco otra oportunidad de hablar al pueblo estadounidense.
Responde:

–Los estadounidenses son nuestros vecinos más inmediatos. Deberíamos
respetarnos. Nosotros no hemos tenido nunca nada contra el pueblo
estadounidense. Unas buenas relaciones serían mutuamente ventajosas.
Quizá no podamos resolver todos nuestros problemas, pero podremos
resolver muchos de ellos.

Hace una pausa y medita lentamente un pensamiento.

–Voy a decirte algo que no he dicho nunca antes en público. En algún
momento alguien del Departamento de Estado lo filtró, pero lo
silenciaron de inmediato por miedo al electorado de Florida, aunque
ahora, cuando se lo diga, el Pentágono pensará que soy indiscreto.

Contengo la respiración mientras espero sus palabras.

–Desde 1994 hemos estado en contacto permanente con los militares
estadounidenses, por acuerdo mutuo secreto –me dice Castro–. Se basó
en la premisa de que discutiríamos asuntos únicamente relacionados con
Guantánamo. El 17 de febrero de 1993, tras una petición de Estados
Unidos de que discutiésemos asuntos relacionados con localizadores de
boyas para la navegación de barcos en la bahía, fue el primer contacto
en la historia de la Revolución. Entre el 4 de marzo y el 1 de julio
tuvo lugar la crisis de los balseros. Se estableció una línea directa
entre nuestros dos ejércitos y el 9 de mayo de 1995 nos pusimos de
acuerdo para celebrar reuniones mensuales con altos cargos de ambos
gobiernos. Hasta la fecha, ha habido 157 reuniones y todas ellas están
grabadas. Las reuniones tienen lugar el tercer viernes de cada mes.
Alternamos las localizaciones entre la base estadounidense en
Guantánamo y el territorio cubano. Hemos realizado maniobras conjuntas
de respuesta a emergencias. Por ejemplo, prendemos un fuego y los
helicópteros estadounidenses traen agua de la bahía, de concertación
con helicópteros cubanos. [Antes de esto] la base estadounidense en
Guantánamo sólo había creado caos. Habíamos perdido guardias
fronterizos y tenemos pruebas gráficas de ello. Estados Unidos había
alimentado la emigración ilegal, llena de peligros, y sus guardacostas
interceptaban a los cubanos que trataban de abandonar la isla. Los
traerían a Guantánamo e iniciamos una mínima cooperación. Pero
nosotros dejaríamos de guardar nuestra costa. Si alguien quería irse,
les dijimos, que se fuera. Y así, con los asuntos de navegación
empezamos a colaborar. Ahora, en las reuniones de los viernes siempre
hay un representante del Departamento de Estado. –No da ningún nombre.
Continúa–: El Departamento de Estado tiene tendencia a ser menos
razonable que el Pentágono. Pero ninguno levanta la voz porque… yo no
participo. Porque yo hablo fuerte. Es el único lugar en el mundo donde
esos dos militares se reúnen en paz.

–¿Y qué pasa con Guantánamo? –le pregunto.

–Te diré la verdad –dice Castro–. La base es nuestro rehén. Como
presidente digo que Estados Unidos debe irse. Como militar digo que
los dejemos quedarse.

En mi interior empiezo a preguntarme si está a punto de revelarme una
gran noticia. ¿O será de poca importancia? Nadie debería sorprenderse
de que los enemigos se hablen por detrás del escenario. Lo que sí es
una sorpresa es que me lo esté contando. Y, con ello, doy un rodeo y
regreso al asunto de un encuentro con Obama.

–En el caso de que se celebrase una reunión entre usted y el próximo
presidente, ¿cuál sería la primera prioridad de Cuba?

Sin dudarlo, responde:

–Normalizar el comercio.

La indecencia del embargo estadounidense contra Cuba nunca ha sido más
evidente que ahora, en la estela de tres huracanes devastadores. Las
necesidades del pueblo cubano nunca han sido más desesperadas. El
embargo es sencillamente inhumano y totalmente improductivo. Raúl
continúa:

–La única razón del embargo es hacernos daño. Nada puede disuadir a la
Revolución. Dejemos que los cubanos vengan de visita con sus familias.
Dejemos que los estadounidenses vengan a Cuba.

Parece como si estuviera diciendo, dejémoslos venir a ver esta
terrible dictadura comunista de la que no cesan de escuchar en la
prensa, donde incluso representantes del Departamento de Estado y
destacados disidentes reconocen que en unas elecciones libres y
abiertas en Cuba, el Partido Comunista que gobierna obtendría hoy el
80% de los votos. Le enumero una lista de varios conservadores
estadounidenses que han criticado el embargo, desde el fallecido
economista Milton Friedman a Colin Powell, pasando incluso por el
senador republicano de Texas Kay Bailey Hutchison, quien dijo, “Hace
tiempo que vengo pensando que deberíamos buscar una nueva estrategia
para Cuba. Y ésta consiste en establecer más comercio, sobre todo
comercio de productos alimentarios, especialmente si podemos ofrecer
al pueblo más contacto con el mundo exterior. Y si podemos remontar la
economía eso podría servir para que la gente fuera más capaz de luchar
contra la dictadura.”

Ignorando el desaire, Castro replica con descaro:

–Aceptamos el reto.

A estas alturas ya hemos pasado del té al vino tinto y a la cena.

–Déjame decirte algo –dice–. Hemos hecho nuevas prospecciones, según
las cuales hay grandes posibilidades de reservas de petróleo en
nuestro litoral, que las compañías estadounidenses podrían venir a
perforar. Podemos negociar. Estados Unidos está protegido por las
mismas leyes comerciales cubanas que protegen a cualquier otro país.
Quizá pueda haber reciprocidad. Hay 110.000 km cuadrados de mar en el
área dividida. Dios no sería justo si no nos concediese algún
petróleo. No creo que nos prive de esa manera.

De hecho, el US Geological Survey calcula que en el área hay reservas
de nueve mil millones de barriles de petróleo y 31 billones de pies
cúbicos de reservas de gas natural en la cuenca marítima del norte de
Cuba. Ahora que han mejorado las inestables relaciones con México de
los últimos tiempos, Castro está tratando también de mejorarlas con la
Unión Europea.

–Las relaciones con la EU deberían mejorar cuando se vaya Bush –dice
confiado.

–¿Y con Estados Unidos? –le pregunto.

–Escucha –dice–, tenemos tanta paciencia como los chinos. El 77% de
nuestra población ha nacido después del bloqueo. Soy el ministro de
Defensa que más ha durado en toda la historia. Cuarenta y ocho años y
medio hasta el pasado octubre. Por eso visto este uniforme y sigo
trabajando en mi antiguo despacho. No hemos tocado nada en el despacho
de Fidel. En las maniobras militares del Pacto de Varsovia yo era el
más joven y el que más tiempo estaba en el cargo. Luego fui el más
antiguo y sigo siendo el que más tiempo estuvo. Iraq es un juego de
niños en comparación con lo que le pasaría a Estados Unidos si
invadiese Cuba. –Tras un sorbo de vino, Castro añade–: Prevenir una
guerra equivale a ganarla. Ésa es nuestra doctrina.

Una vez terminada la cena, el presidente y yo salimos por de unas
puertas correderas de vidrio a una terraza que parece un invernadero
con plantas tropicales y pájaros. Mientras continuamos paladeando el
vino, dice:

–Hay una película americana en la que la elite está sentada en torno a
una mesa y trata de decidir quién será el próximo presidente. Miran
por la ventana y ven al jardinero. ¿Sabes a qué película me refiero?

–Being There – digo.

–¡Eso! –responde Castro con excitación–- Being There. Me gustó mucho.
Con Estados Unidos existe cualquier posibilidad objetiva. Los chinos
dicen: “En el camino más largo uno empieza con el primer paso”. El
presidente de Estados Unidos debería dar ese primer paso, pero sin
amenazar nuestra soberanía. Eso no es negociable. Podemos exigir sin
decirle al otro lo que tiene que hacer dentro de sus fronteras.

–Señor Presidente –digo–, durante el último debate presidencial en
Estados Unidos vimos cómo John McCain alentaba el acuerdo de libre
comercio con Colombia, un país conocido por sus escuadrones de la
muerte y sus asesinatos de líderes obreros, y esas relaciones
continúan mejorando, conforme el gobierno de Bush trata de hacer
avanzar ese acuerdo en el Congreso. Como bien sabe, acabo de llegar de
Venezuela, país al que, al igual que a Cuba, el gobierno de Bush
considera una nación enemiga, incluso si les compramos mucho petróleo.
Se me ocurre que Colombia puede razonablemente convertirse en nuestro
aliado geográficamente estratégico en Sudamérica, de la misma manera
que Israel lo es en el Oriente Próximo. ¿Tiene algún comentario que
hacer?

Medita cuidadosamente la pregunta y me responde en un tono lento y
calculado:

–En estos momentos –dice– tenemos buenas relaciones con Colombia. Pero
debo decir que si hay un país en Sudamérica con un entorno vulnerable
a eso… es Colombia.

Teniendo en mente las sospechas de Chávez sobre las intenciones
estadounidenses de intervenir en Venezuela, respiro hondo.

Se está haciendo tarde, pero no quería irme sin preguntarle a Castro
sobre las alegaciones de violaciones de derechos humanos y el
narcotráfico, supuestamente facilitado por el gobierno cubano. Un
informe de 2007 de Human Rights Watch señala que Cuba "sigue siendo el
único país en Latinoamérica que reprime casi cualquier forma de
disidencia política”. Además, hay unos 200 prisioneros políticos en
Cuba hoy en día, aproximadamente el 4% de los cuales están condenados
por crímenes de disidencia no violenta. Mientras espero los
comentarios de Castro, no puedo evitar pensar en la cercana prisión
estadounidense de Guantánamo y en los horrendos crímenes que Estados
Unidos comete contra los derechos humanos.

–Ningún país está libre de abusos contra los derechos humanos al cien
por cien –me dice Castro. Pero insiste–: Los informes de los medios
estadounidenses son muy exagerados e hipócritas.

De hecho, incluso destacados disidentes cubanos, como Eloy Gutiérrez
Menoyo, reconocen estas manipulaciones y acusan a la Oficina de
Intereses de Estados Unidos de obtener testimonios disidentes por
medio de pagos en metálico. Irónicamente, en 1992 y 1994 Human Rights
Watch también describió desórdenes e intimidaciones por parte de
grupos anticastristas en Miami, descritas por el escritor y periodista
Reese Erlich como “violaciones normalmente asociadas con dictaduras
latinoamericanas”.

Dicho lo cual, soy un estadounidense orgulloso y sé positivamente que
si fuese ciudadano de Cuba y tuviese que escribir un artículo como ése
sobre los dirigentes cubanos podrían encarcelarme. Más aún, estoy
orgulloso de que el sistema establecido por nuestros padres
fundadores, aunque hoy en día no sea exactamente el mismo, nunca haya
dependiódo de sólo un gran líder por época. Estas cosas siguen estando
en entredicho con respecto a los héroes románticos de Cuba y
Venezuela. Pienso en mencionarlo, y quizá debiera hacerlo, pero tengo
algo distinto en mente:

–¿Podemos hablar sobre drogas? –le pregunto a Castro. Me responde:

–Estados Unidos es el mayor consumidor de narcóticos en el mundo. Cuba
está situada directamente entre Estados Unidos y sus proveedores. Para
nosotros es un gran problema… Con la expansión del turismo se ha
desarrollado un nuevo mercado y nosotros nos enfrentamos a él. Se dice
también que permitimos que los narcotraficantes atraviesen el espacio
aéreo cubano. No permitimos algo así. Estoy seguro de que algunos de
esos aviones se nos cuelan. Si ya no tenemos un radar de baja altitud
en funcionamiento se debe simplemente a las restricciones económicas.

Aunque parezca un cuento chino no es así. Según el coronel Lawrence
Wilkerson, un antiguo consejero de Colin Powell, Wilkerton le dijo a
Reese Erlich en una entrevista del pasado enero que “los cubanos son
nuestros mejores aliados en la guerra contra las drogas y contra el
terrorismo en el Caribe. Incluso mejores que México. Los militares
consideran que Cuba es un aliado muy cooperativo.”

Quiero hacerle a Castro por última vez la pregunta que no me ha
respondido, pues nuestro mutuo lenguaje corporal nos indica que ya
pasó la medianoche. Es la 1 de la madrugada, pero él se lanza:

–Bueno –dice–, me preguntaste que si yo aceptaría un encuentro con
Obama en Washington. Tendría que pensarlo. Lo discutiría con mis
camaradas de la dirigencia. Personalmente creo que no sería justo que
yo fuese el primero en visitar, porque siempre son los presidentes
latinoamericanos quienes van primero a Estados Unidos. Pero tampoco
sería justo esperar que el presidente de Estados Unidos venga a Cuba.
Deberíamos encontrarnos en un lugar neutral.

Hace una pausa y deposita su copa de vino vacía.

–Quizá podríamos encontrarnos en Guantánamo. Tenemos que encontrarnos
y empezar a resolver nuestros problemas y, al final del encuentro,
podríamos darle un regalo al presidente… podríamos enviarlo de vuelta
con la bandera estadounidense que ondea en la Bahía de Guantánamo.

Cuando salimos de su despacho seguidos por el personal, el presidente
Castro me acompaña en el ascensor hasta el vestíbulo y viene conmigo
hasta el coche que me espera. Le doy las gracias por la generosidad de
su tiempo. Cuando el chófer arranca el motor, el presidente da unos
golpecitos en la ventanilla de mi lado. Bajo el cristal mientras que
él mira su reloj y se da cuenta de que han pasado siete horas desde
que iniciamos la entrevista. Sonriendo, dice:

–Ahora voy a llamar a Fidel. Te lo prometo. Cuando Fidel se entere de
que he hablado contigo durante siete horas se asegurará de concederte
siete horas y media cuando regreses a Cuba.

Reímos al unísono y nos damos un último apretón de manos.

Ha llovido antes por la noche. En esta oscuridad de las primeras
horas, mientras los neumáticos pulverizan agua sobre la húmeda calzada
de una apacible mañana habanera, me doy cuenta de que las cuestiones
más básicas de la soberanía permiten comprender muy bien las
complejidades del antagonismo estadounidense contra Cuba y Venezuela,
así como las políticas de ambos países. Nunca han tenido más que dos
opciones: o ser imperfectamente nuestros o imperfectamente suyos.

¡Viva Cuba, viva Venezuela, viva USA!

Cuando regresé a la casa del protocolo eran cerca de las dos de la
mañana. Mi viejo amigo Fernando, temiendo que llegase borracho, me
había esperado. Mis compañeros habían pasado una mala noche. El pobre
Fernando había pagado los platos rotos de su frustración. No sabían
dónde estaba ni por qué me había ido sin ellos. Y los funcionarios
cubanos que habían podido contactar les habían insistido en que
estuviesen preparados por si acaso alguno de los hermanos Castro les
ofrecía espontáneamente una entrevista. De manera que también se
habían perdido al menos una noche cubana. Después de ponerme al
corriente, Fernando se fue a dormir un par de horas. Yo me quedé
revisando mis notas y fui el primero en sentarme a la mesa para el
desayuno, a las 4:45. Cuando Douglas e Hitch bajaban por las
escaleras, me cubrí la cabeza con el borde del mantel fingiendo
vergüenza. Supongo que en aquellas circunstancias era un poco temprano
(y no sólo por la hora) para poner a prueba su humor. La broma no
funcionó. Mientras que Fernando volaba hacia a Buenos Aires, nosotros
desayunamos tranquilamente y luego volamos de vuelta al hogar, dulce
hogar.

Cuando llegué a Houston me di cuenta de que había sobrestimado la
insensibilidad de aquellos dos profesionales con experiencia.
Cualquier hielo previo se había fundido. Nos dijimos adiós, celebrando
aquellos días emocionantes. Ninguno de ellos había sido lo bastante
malicioso como para preguntarme por el contenido de mi entrevista,
pero cuando se disponía a conectar con el vuelo que lo llevaría hacia
el Este, Christopher me dijo al despedirse, “Bueno... supongo que la
leeremos”.

¡Sí, se puede!

Estaba sentado en el borde de la cama con mi mujer, mi hijo y mi hija.
Se me saltaron las lágrimas mientras Barack Obama hablaba por primera
vez como presidente electo de Estados Unidos. Cerré los ojos y empecé
a ver una película en mi mente. También podía oír la música, que muy
apropiadamente era de las Dixie Chicks cantando una canción de
Fleetwood Mac sobre imágenes montadas a cámara lenta. Allí estaban
Bush, Hannity, Cheney, McCain, Limbaugh y Robertson. Los vi a todos. Y
la canción fue en aumento conforme la imagen de Sarah Palin acaparaba
la pantalla. Natalie Maines cantaba dulcemente,

Y vi mi reflejo en las colinas cubiertas de nieve
hasta que la victoria aplastante me derrumbó
Victoria aplastante me derrumbó…

Fuente: Conversations With Chavez and Castro

Sean Penn es actor y director de cine estadounidense.

Germán Leyens y Manuel Talens son miembros de Rebelión. Talens es
asimismo miembro de Cubadebate y Tlaxcala.

(tomado de Rebelion)

Video de la presentacion de propuestas de la AGP DEMOCRACIA POPULAR